Ideas para una teoría
marxista de los lenguajes de especialidad y de la traducción
A propósito de la
traducción del sintagma inglés 'science-driven procedures'.
Nada peor
en una traducción que intentar recoger una idea o matiz que en la lengua de
llegada no es necesario. Forzar las cosas en este sentido es una de las causas
del patético panorama que presenta hoy en España la traducción EN-ES. Nuestro
añorado Alfonso Torrents dels Prats en su Diccionario
de dificultades del inglés advierte en muchísimas ocasiones
sobre la multitud de matices del inglés (y a la inversa) que el español ni
puede ni debe recoger en la traducción. Cada comunidad de hablantes tiene su
"mentalidad", y, entre otras cosas, esta dicta dónde debe
matizarse y dónde no. Es un tema muy complejo, pero cada vez estoy más cierto
de que contribuye a explicar por qué muchas traducciones no suenan naturales en
el idioma de llegada; es decir, por qué tienen ese "olor" tan fuerte
y pregnante a traducción.
Obviamente, esto es aplicable a todos los pares de
idiomas, pero con el par EN-ES las cosas se complican aún más, porque el
traductor hispanohablante sabe que el inglés es el idioma dominante hoy en el
mundo, e, inconscientemente, tiende a pensar que esto no puede deberse, o no
puede deberse únicamente, a razones políticas, económicas (comerciales),
científicas y tecnológicas, supone que hay también razones lingüísticas; es
decir, razones referidas al propio inglés qua idioma.
"Alguna característica debe de tener el inglés para haber llegado a la
situación de preeminencia que ocupa", se pone a pensar nuestro traductor,
y concluye que lo que el inglés tiene no puede ser otra cosa que una mayor
capacidad expresiva comparada con el idioma de llegada; en este caso, el
español. Por tanto, se siente en inferioridad de condiciones, con su pobre español
que no consigue atrapar los matices, quisquillosidades (Torrents dels Prats dixit)
y puñeterías del inglés. Teme, en consecuencia, traicionar el texto
que está traduciendo, no por acción, sino por omisión; dicho de otra forma:
teme no recoger alguno de los matices que ve pulular por el texto de partida,
y, al intentar recogerlos todos y cada uno, la traducción desbarra y queda al
final impregnada de un fuerte "olor" a cosa poca natural, a cosa
traducida, que golpea en los ojos del receptor del texto.
Los miles de matices y micromatices del
inglés no es para nada en su origen un fenómeno lingüístico-filológico, sino
económico-sociológico. El grado de saturación que ha alcanzado el mercado
estadounidense es bestial, al menos comparado con el español o el de cualquier
otro país hispanohablante. La necesidad de introducir nuevos productos
que destaquen (conditio sine qua non) entre millones de
productos similares lleva a forzar el lenguaje. Un ejemplo muy claro es el de
los colores: nada se puede vender ya si se dice que es azul; hay que inventar
un término nuevo que nos indique que "es azul, pero no es azul", o
sea, que es de otro color distinto al azul, aunque todo el mundo vea que es
azul. ¿Otro ejemplo?: las psicoterapias. Si el terreno del inconsciente ya lo
tiene ocupado el psicoanálisis, es preciso inventar el subconsciente (y claro
está, el término 'subconsciente'), pero como el subconsciente sirve ya para
vender otro producto (el de la competencia), hay que inventar el metaconsciente, el preconsciente, el intraconsciente, etc. y, lo
que importa, a fin y a la postre, al traductor, sus respectivos términos.
Explica esto por qué en
todos los países capitalistas que alcanzan un cierto grado de desarrollo
productivo, sobre todo en la esfera del consumo, se desata una vorágine
neológica. También ocurre en España y en otros países hispanohablantes, pero en
los EE. UU nos llevan una ventaja abismal. Por supuesto que esto es
aplicable a la medicina y, en general a la ciencia y a la técnica, que han
devenido meras mercancías que se compran y venden, y no me refiero
solo a los productos, tales como los medicamentos o los aparatos de imagen para
el diagnóstico, sino también a las teorías que están en el origen de estos
productos. El lenguaje mismo ha devenido mercancía, y el lenguaje técnico-científico no es una excepción. Hoy, no hay mayor
inocencia que la de seguir pensando que el lenguaje es un simple instrumento
para conseguir algo (por ejemplo, vender un producto). El lenguaje es cada vez
más autorreferencial: sirve para vender algo, sí, pero también se vende él
mismo: es a la vez, instrumento y mercancía, como lo es la publicidad
(antes el anuncio televisivo se conformaba con ayudar a que algo se vendiese,
el producto o servicio que anunciaba; hoy, por el contrario, el anuncio se
vende a sí mismo, de ahí que algunos tengan un presupuesto igual o superior
al de muchos productos audiovisuales de otro tipo). Cuando un coach
vende sus servicios en un país hispanohablante, no solo vende el producto, sino
también el término 'coach', y el que paga al coach por
sus servicios paga a la vez por los servicios y por el término, aunque en la
factura no figure el concepto 'término'. ¿Habéis visto alguna vez a un coach español
explicando la diferencia entre el coaching, la psicoterapia, la
psicología, los consejos profesionales, el entrenamiento personal, etc.? Yo sí,
y puedo aseguraros que Cicerón se quedaría muy sorprendido del despliegue
retórico-argumentativo y la elocuencia de este sujeto. Vender exige demostrar
que no es lo mismo, que es otra cosa, y las palabras vienen a demostrarlo, y,
de paso, se venden las propias palabras que vienen a demostrarlo, inseparables
en nuestra época del producto. Máxima eficiencia del lenguaje: vende y se
vende. La diferencia entre medio y fin se desvanece. El medio es el fin
y el fin es el medio.
Y, por cierto, Lázaro Carreter dio
en el clavo cuando, en su libro, que ya tiene unos cuantos años, El
dardo en la palabra, explicaba que el principal procedimiento para
justificar y legitimar los calcos innecesarios del inglés era el recurso a
apelar al matiz: 'ocupacional' y 'laboral' no es lo mismo; no podemos, por
tanto, prescindir del calco 'ocupacional' porque perderíamos un matiz muy
importante. Y, en realidad, es cierto: lo que se vende con el término
`ocupacional' no se vende con el término 'laboral': uno y otros son productos
muy distintos; cada uno tiene su público. Se dirige, por tanto, a sectores de logoconsumidores distintos.
Se trata, claro está, de los famosos targets (y obsérvese de
paso que el vocablo 'target' es por sí mismo y en sí mismo un producto a
la venta en el mercado). ¿Es lo mismo 'crisis de pánico' y 'crisis de
angustia'? Si y no. Sí, porque son sinónimos, pero no, porque cada uno de estos sintagmas tiene
su correspondiente cuota de mercado. Luchan a muerte de la misma exacta forma
que la Coca-Cola y la Pepsi luchaban entre sí ayer, como quien dice.
Una especie de logomaquia, en la que el calco del inglés tiene siempre las de
ganar porque viene precedido del áurea, prestigio y fulgor del país donde el
término originario se ha manufacturado. Otro tanto cabría decir de 'formación a distancia' y 'e-learning', por citar un caso en el que un término complejo español se contrasta con un anglicismo crudo. ¿Se entiende ahora por qué desde hace
un par de años todos los revisores de las editoriales me tachan 'crisis de
angustia' y ponen en su lugar 'crisis de pánico'? Yo creo que sí. Y, si se
trata del título de un libro, folleto, artículo, revista, documento, etc., ¿para
qué hablar?
En definitiva, vivimos en la era de la mercantilización del
lenguaje, y es preciso disponer de una economía política del lenguaje, sobre
todo de los lenguajes de especialidad, y, hoy, todos los lenguajes son, al
menos tendencialmente, lenguajes de especialidad debido precisamente
a la fragmentación del mercado que es condición necesaria (y parece que
también, incluso, suficiente) para la circulación y venta de la logomercancía.
Una teoría que explique, entre otras cosas, por qué el inglés es el idioma del
mundo que más palabras tiene, aunque la mayoría son meros sinónimos, por qué es
el idioma en el que más neologismos se crean y con más rapidez, por lo general,
mediante el recurso de dar la espalda al griego, para que la imagen de marca
resalte aún más y todo parezca más novedoso (el griego suena a viejo,
claro, ¡han pasado más de 2 500 años desde el nacimiento de Aristóteles!)
, y, especialmente, qué efecto tiene esto en la traducción del inglés a otros
idiomas.
Me auguro un muy mal futuro y auguro un mal futuro a los
traductores de inglés, también a los redactores, revisores e intérpretes. Hemos
de hacer frente a dificultades de las que ni siquiera somos conscientes en toda
su amplitud y profundidad, que desbordan el marco teórico y reflexivo de la traductología,
al menos tal como la entendíamos hasta hace bien poco. De poca ayuda nos
resultan ya las formulaciones de esta ciencia. Si queremos entender algo de
nuestro trabajo y mejorarlo, estamos obligados a adentrarnos en ámbitos
discursivos que son, me temo, para todos, pero especialmente para los
traductores, tabúes. Autotabúes, puestos a crear neologismos. Tiene esto que ver con el hecho de que hoy en día los profesionales "liberales·, competentes y "neutrales" viven con muchas culpabilidad, incluso ansiedad, el mero hecho de fraguar una idea o reflexión que cuestione, si bien sea solo indirectamente --en el plano meramente teórico-- el sistema capitalista y el discurso que le sirve de soporte (promoción, márquetin y publicidad): el neoliberalismo, que, en realidad, poco tiene de 'neo' y mucho de 'paleo'.