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sábado, 10 de mayo de 2014







Ideas para una teoría marxista de los lenguajes de especialidad y de la traducción


A propósito de la traducción del sintagma inglés 'science-driven procedures'.

Nada peor en una traducción que intentar recoger una idea o matiz que en la lengua de llegada no es necesario. Forzar las cosas en este sentido es una de las causas del patético panorama que presenta hoy en España la traducción EN-ES. Nuestro añorado Alfonso Torrents dels Prats en su Diccionario de dificultades del inglés advierte en muchísimas ocasiones sobre la multitud de matices del inglés (y a la inversa) que el español ni puede ni debe recoger en la traducción. Cada comunidad de hablantes tiene su "mentalidad", y, entre otras cosas, esta dicta dónde debe matizarse y dónde no. Es un tema muy complejo, pero cada vez estoy más cierto de que contribuye a explicar por qué muchas traducciones no suenan naturales en el idioma de llegada; es decir, por qué tienen ese "olor" tan fuerte y pregnante a traducción. 

    Obviamente, esto es aplicable a todos los pares de idiomas, pero con el par EN-ES las cosas se complican aún más, porque el traductor hispanohablante sabe que el inglés es el idioma dominante hoy en el mundo, e, inconscientemente, tiende a pensar que esto no puede deberse, o no puede deberse únicamente, a razones políticas, económicas (comerciales), científicas y tecnológicas, supone que hay también razones lingüísticas; es decir, razones referidas al propio inglés qua idioma. "Alguna característica debe de tener el inglés para haber llegado a la situación de preeminencia que ocupa", se pone a pensar nuestro traductor, y concluye que lo que el inglés tiene no puede ser otra cosa que una mayor capacidad expresiva comparada con el idioma de llegada; en este caso, el español. Por tanto, se siente en inferioridad de condiciones, con su pobre español que no consigue atrapar los matices, quisquillosidades (Torrents dels Prats dixit) y puñeterías del inglés. Teme, en consecuencia, traicionar el texto que está traduciendo, no por acción, sino por omisión; dicho de otra forma: teme no recoger alguno de los matices que ve pulular por el texto de partida, y, al intentar recogerlos todos y cada uno, la traducción desbarra y queda al final impregnada de un fuerte "olor" a cosa poca natural, a cosa traducida, que golpea en los ojos del receptor del texto. 

     Los miles de matices y micromatices del inglés no es para nada en su origen un fenómeno lingüístico-filológico, sino económico-sociológico. El grado de saturación que ha alcanzado el mercado estadounidense es bestial, al menos comparado con el español o el de cualquier otro país hispanohablante.  La necesidad de introducir nuevos productos que destaquen (conditio sine qua non) entre millones de productos similares lleva a forzar el lenguaje. Un ejemplo muy claro es el de los colores: nada se puede vender ya si se dice que es azul; hay que inventar un término nuevo que nos indique que "es azul, pero no es azul", o sea, que es de otro color distinto al azul, aunque todo el mundo vea que es azul. ¿Otro ejemplo?: las psicoterapias. Si el terreno del inconsciente ya lo tiene ocupado el psicoanálisis, es preciso inventar el subconsciente (y claro está, el término 'subconsciente'), pero como el subconsciente sirve ya para vender otro producto (el de la competencia), hay que inventar el metaconsciente, el preconsciente, el intraconsciente, etc.  y, lo que importa, a fin y a la postre, al traductor, sus respectivos términos. 

    Explica esto por qué en todos los países capitalistas que alcanzan un cierto grado de desarrollo productivo, sobre todo en la esfera del consumo, se desata una vorágine neológica. También ocurre en España y en otros países hispanohablantes, pero en los EE. UU nos llevan una ventaja abismal. Por supuesto que esto es aplicable a la medicina y, en general a la ciencia y a la técnica, que han devenido meras mercancías que se compran y venden, y no me refiero solo a los productos, tales como los medicamentos o los aparatos de imagen para el diagnóstico, sino también a las teorías que están en el origen de estos productos. El lenguaje mismo ha devenido mercancía, y el lenguaje técnico-científico no es una excepción. Hoy, no hay mayor inocencia que la de seguir pensando que el lenguaje es un simple instrumento para conseguir algo (por ejemplo, vender un producto). El lenguaje es cada vez más autorreferencial: sirve para vender algo, sí, pero también se vende él mismo: es a la vez, instrumento y mercancía, como lo es la publicidad (antes el anuncio televisivo se conformaba con ayudar a que algo se vendiese, el producto o servicio que anunciaba; hoy, por el contrario, el anuncio se vende a sí mismo, de ahí que algunos tengan un presupuesto igual o superior al de muchos productos audiovisuales de otro tipo). Cuando un coach vende sus servicios en un país hispanohablante, no solo vende el producto, sino también el término 'coach', y el que paga al coach por sus servicios paga a la vez por los servicios y por el término, aunque en la factura no figure el concepto 'término'. ¿Habéis visto alguna vez a un coach español explicando la diferencia entre el coaching, la psicoterapia, la psicología, los consejos profesionales, el entrenamiento personal, etc.? Yo sí, y puedo aseguraros que Cicerón se quedaría muy sorprendido del despliegue retórico-argumentativo y la elocuencia de este sujeto. Vender exige demostrar que no es lo mismo, que es otra cosa, y las palabras vienen a demostrarlo, y, de paso, se venden las propias palabras que vienen a demostrarlo, inseparables en nuestra época del producto. Máxima eficiencia del lenguaje: vende y se vende. La diferencia entre medio y fin se desvanece. El medio es el fin y el fin es el medio. 

     Y, por cierto, Lázaro Carreter dio en el clavo cuando, en su libro, que ya tiene unos cuantos años, El dardo en la palabra, explicaba que el principal procedimiento para justificar y legitimar los calcos innecesarios del inglés era el recurso a apelar al matiz: 'ocupacional' y 'laboral' no es lo mismo; no podemos, por tanto, prescindir del calco 'ocupacional' porque perderíamos un matiz muy importante. Y, en realidad, es cierto: lo que se vende con el término `ocupacional' no se vende con el término 'laboral': uno y otros son productos muy distintos; cada uno tiene su público. Se dirige, por tanto, a sectores de logoconsumidores distintos. Se trata, claro está, de los famosos targets (y obsérvese de paso que el vocablo 'target' es por sí mismo y en sí mismo un producto a la venta en el mercado). ¿Es lo mismo 'crisis de pánico' y 'crisis de angustia'? Si y no. Sí, porque son sinónimos, pero no, porque cada uno de estos sintagmas tiene su correspondiente cuota de mercado. Luchan a muerte de la misma exacta forma que la Coca-Cola y la Pepsi luchaban entre sí ayer, como quien dice. Una especie de logomaquia, en la que el calco del inglés tiene siempre las de ganar porque viene precedido del áurea, prestigio y fulgor del país donde el término originario se ha manufacturado. Otro tanto cabría decir de 'formación a distancia' y 'e-learning', por citar un caso en el que un término complejo español se contrasta con un anglicismo crudo. ¿Se entiende ahora por qué desde hace un par de años todos los revisores de las editoriales me tachan 'crisis de angustia' y ponen en su lugar 'crisis de pánico'? Yo creo que sí. Y, si se trata del título de un libro, folleto, artículo, revista, documento, etc., ¿para qué hablar?  

En definitiva, vivimos en la era de la mercantilización del lenguaje, y es preciso disponer de una economía política del lenguaje, sobre todo de los lenguajes de especialidad, y, hoy, todos los lenguajes son, al menos tendencialmente, lenguajes de especialidad debido precisamente a la fragmentación del mercado que es condición necesaria (y parece que también, incluso, suficiente) para la circulación y venta de la logomercancía. Una teoría que explique, entre otras cosas, por qué el inglés es el idioma del mundo que más palabras tiene, aunque la mayoría son meros sinónimos, por qué es el idioma en el que más neologismos se crean y con más rapidez, por lo general, mediante el recurso de dar la espalda al griego, para que la imagen de marca resalte aún más y todo parezca más novedoso (el griego suena a viejo, claro, ¡han pasado más de 2 500 años desde el nacimiento de Aristóteles!) , y, especialmente, qué efecto tiene esto en la traducción del inglés a otros idiomas.

Me auguro un muy mal futuro y auguro un mal futuro a los traductores de inglés, también a los redactores, revisores e intérpretes. Hemos de hacer frente a dificultades de las que ni siquiera somos conscientes en toda su amplitud y profundidad, que desbordan el marco teórico y reflexivo de la traductología, al menos tal como la entendíamos hasta hace bien poco. De poca ayuda nos resultan ya las formulaciones de esta ciencia. Si queremos entender algo de nuestro trabajo y mejorarlo, estamos obligados a adentrarnos en ámbitos discursivos que son, me temo, para todos, pero especialmente para los traductores, tabúes. Autotabúes, puestos a crear neologismos. Tiene esto que ver con el hecho de que hoy en día los profesionales "liberales·, competentes y "neutrales" viven con muchas culpabilidad, incluso ansiedad, el mero hecho de fraguar una idea o reflexión que cuestione, si bien sea solo indirectamente --en el plano meramente teórico-- el sistema capitalista y el discurso que le sirve de soporte (promoción, márquetin y publicidad): el neoliberalismo, que, en realidad, poco tiene de 'neo' y mucho de 'paleo'.  

  



2 comentarios:

Havett dijo...

Excelente artículo. También yo me auguro mal futuro. Saludos.

Havett dijo...

Excelente artículo. También yo me auguro mal futuro. Saludos.